Saltar al contenido

Cómo escribir como Dostoievski (o intentarlo sin perder la cordura en el proceso)

23/11/2025
Dovstoyevski
Índice

    El origen de esta pequeña obsesión literaria.

    Hay escritores que uno empieza leyendo por curiosidad y termina estudiando casi por obligación moral. A mí me pasó eso con Dostoyevski, empecé, como casi todos, con Crimen y castigo; me atrapó, me venció un poco, me dejó pensando durante semanas y, en lugar de saciarme, me abrió un apetito extraño que me llevó a seguir con Los demonios, El jugador, Memorias del subsuelo, El idiota y Los hermanos Karamázov, obras que leí con esa mezcla de fascinación y vértigo que provoca la sensación de estar ante alguien que escribe desde un lugar al que los demás apenas nos asomamos.

    No voy a recrear aquí aquella experiencia inicial —esa historia la conté con más detalle y más devoción en la reseña que hice de Crimen y castigo y que puedes leer aquí: https://vocesdelibros.com/crimen-y-castigo-dostoievski/—, pero sí puedo decir que, cuando volví a Crimen y castigo por tercera vez, no esperaba que ese regreso acabara desencadenando otra cosa, que fue la necesidad de preguntarme por qué escribe así, cómo construye esa intensidad que parece respirarse, qué hace que sus personajes discutan como si estuvieran peleando por su propia alma, y por qué, después de más de un siglo, su estilo sigue siendo tan inquietantemente actual.

    Esa tercera lectura fue el principio de una idea, la de escribir un artículo sobre cómo escribir como Dostoyevski, no para imitarlo, sino para desmenuzar, desde el punto de vista del lector que también escribe, qué mecanismos utiliza, qué decisiones narrativas repite, qué obsesiones estructuran su obra y qué podemos aprender de todo ello sin caer en el pastiche. Y, claro, como me conozco y sé que estas cosas nunca se quedan en un solo intento, también entendí que este artículo podía ser el primero de una pequeña saga sobre mis escritores favoritos, una especie de taller personal donde analizar, sin solemnidad y con bastante curiosidad, la arquitectura interna de quienes más me han marcado.

    Para prepararlo he vuelto al ruso, he releído Los demonios, Los hermanos Karamázov y El idiota, he tomado notas que parecen escritas por un estudiante obsesionado, he buscado estudios sobre su estilo, he subrayado diálogos interminables y he tratado de entender cómo algo tan caótico puede tener una lógica tan precisa. Y, después de todo ese viaje, me he lanzado a ordenar mis conclusiones, no como un experto —no lo soy— sino como alguien que lleva años leyendo a Dostoyevski con la sensación de que siempre hay una línea más que merece ser subrayada. De ahí nace este artículo, de una mezcla de entusiasmo, curiosidad y la sospecha de que quizá, solo quizá, entender por qué escribía así nos ayuda a escribir un poco mejor a nosotros también.

    Un escritor moldeado a golpes

    Antes de meterme en harina y ponerme a destripar cómo escribe Dostoyevski, siento que necesito detenerme un momento en quién fue realmente este hombre, porque a veces hablamos de él como si hubiera nacido sentado en un diván reflexionando sobre el alma humana, cuando en realidad su biografía parece escrita por alguien que quería comprobar cuánto aguanta un ser humano antes de romperse, ya que pasó por la prisión de Omsk, conoció el miedo real del corredor de la muerte, vivió exilios interminables, sufrió crisis epilépticas devastadoras, sobrevivió a la ruina económica, a la censura, a la humillación pública, y todo eso mientras Rusia atravesaba uno de esos siglos convulsos en los que las ideas políticas ardían más rápido que la leña mojada.

    Y entiendo que a veces la biografía suene a formalidad en los artículos literarios, un trámite que se liquida en dos párrafos y se olvida con facilidad, pero en el caso de Dostoyevski no es un detalle accesorio, es la puerta que te permite entender por qué su escritura suena como suena, tan tensa, tan visceral, tan llena de personajes que parecen vivir al borde de una explosión emocional y que discuten como si cada idea fuera una cuestión de vida o muerte.

    Quizá por eso, más de un siglo después, su estilo sigue resultando tan incómodamente actual, porque no se limita a contar lo que pasa, sino que mete la mano dentro de la mente humana para mostrar cómo pensamos realmente, con nuestras contradicciones, nuestras voces internas, nuestras justificaciones baratas y ese conflicto moral que nunca termina de resolverse, un caos íntimo que él convierte en literatura sin domesticarlo ni un poco, como si supiera que lo que más nos aterra es reconocernos en la confusión de los demás.

    Y es exactamente ahí donde reside su utilidad hoy, en su capacidad para recordarnos que las personas no somos monolitos que opinan de una sola pieza, sino conversaciones ambulantes, discusiones vivientes, y que la literatura, cuando se atreve a mostrarnos esas fisuras sin suavizarlas, puede ser el lugar donde entendemos lo que la vida no siempre nos explica.

    Rasgos distintivos de su estilo

    Profundidad psicológica.

    Dostoievski trabajaba la psicología como quien desciende a un sótano sin lámpara en el que cada escalón se revela algo más profundo y más inquietante. Sus personajes no se definen por lo que hacen, sino por los terremotos internos que los empujan. Les permite debatirse, contradecirse, justificarse y hundirse sin intervenir para salvarlos. Ese movimiento interno, casi geológico, crea la sensación de estar observando un alma en directo, no un personaje de ficción. Además, sus crisis no son decorativas, más bien son la arquitectura emocional del relato. Por eso, cuando uno lee a Dostoievski, siente que el verdadero escenario no está en San Petersburgo, sino dentro de una cabeza en llamas.

    Polifonía, varias voces que discuten ideas.

    La polifonía dostoievskiana no consiste solo en “muchos personajes hablando”, sino en permitir que cada voz defienda su sistema moral sin ser aplastada por la del autor, nadie está ahí para confirmar un mensaje, todos están para tensarlo. Cada personaje sostiene una ideología y, al interactuar, generan un pequeño campo de batalla filosófico. No hay personajes-espejo ni muñecos de ventrílocuo, hay conciencias en conflicto, autónomas, casi peligrosas. Esa estructura convierte sus novelas en debates encarnados, donde cada frase es un argumento y cada réplica, un desafío. La narración no dirige, sino que escucha. Y eso sigue siendo revolucionario hoy.

    Narrador a la vez intimo y polémico

    En Dostoievski, la voz narrativa opera como un péndulo entre la vulnerabilidad y la acusación. A veces parece que el narrador se te acerca para contarte un secreto que le pesa, otras, se eleva para juzgar el mundo con una ferocidad casi profética. Esa ambivalencia genera un clima extraño, semicálido, semicortante, que te invita y te incomoda al mismo tiempo. Técnicamente, esto se logra combinando un punto de vista cercano —muy emocional— con intervenciones valorativas que rompen la supuesta neutralidad. No es un narrador transparente, sino que es una presencia que palpita dentro del texto, con opiniones, ironías y dudas. Y justo ahí reside su fuerza, en que te arrastra a su intimidad, pero también te obliga a discutir con él.

    Diálogos largos y filosóficos

    Los diálogos dostoievskianos no son intercambios casuales, son arenas de combate, ya que cada intervención es una maniobra retórica y cada pausa, una estrategia emocional. El diálogo se dilata porque necesita desplegar temas complejos —culpa, libertad, fe, rebelión— sin reducirlos a eslóganes. Además, la extensión permite que los personajes se contradigan a sí mismos, algo muy humano y muy suyo. La tensión nace de que ningún personaje está ahí para “ganar”, sino para desnudarse intelectualmente. Por eso los diálogos parecen a veces monólogos cruzados, con discursos que chocan, se marean, se retuercen y, de pronto, revelan una verdad inesperada. Son discusiones que no buscan claridad, sino profundidad.

    Contrastes extremos

    Dostoievski escribía como si la condición humana fuera un péndulo que nunca se detiene en el centro,y en el que sus personajes pasan de la generosidad más luminosa a la degradación más abyecta casi en el mismo párrafo. Ese uso del contraste no busca el efectismo, sino mostrar la fractura moral inherente al ser humano. La nobleza no aparece como virtud estable, sino como un destello que convive con impulsos oscuros que nadie logra controlar. De ahí que sus escenas respiren esa sensación de que el alma humana es un terreno inestable, donde el heroísmo puede nacer del mismo barro que la crueldad. Ese choque permanente genera profundidad, pero también dinamismo emocional, puesto que uno lee a Dostoievski sin saber nunca qué versión de un personaje va a emerger en la siguiente página.

    Saltos repentinos en el tono

    El estilo de Dostoievski no avanza en línea recta, sino que cambia de carril sin avisar, puede estar construyendo un pasaje lírico, lleno de religiosidad o contemplación, y de pronto deslizar una ironía mordaz que hace temblar toda la solemnidad anterior. Y a veces, antes de que el lector recupere el equilibrio, irrumpe un gesto grotesco, una escena desmesurada, un estallido casi teatral. Esta oscilación tonal refuerza la sensación de caos emocional y mental que viven sus personajes, pero también subraya la tensión interna del texto. Técnicamente, este recurso impide la monotonía y convierte la lectura en un experimento de inestabilidad, donde el tono mismo participa del drama, en lugar de decorarlo.

    Anatomía de una escena «a lo dostoievski»

    Construir una escena al estilo de Dostoievski implica aceptar que lo verdaderamente dramático no ocurre en la calle, ni en una habitación mal iluminada, sino dentro de la cabeza del personaje. Todo empieza con un conflicto interior —miedo, culpa, resentimiento, delirio— que actúa como una fisura por donde se filtra la tensión. No hace falta explicar de inmediato el origen de ese temblor, sino que basta con mostrar el síntoma, esa sensación casi física de que algo dentro del personaje se ha desplazado y ya no encaja como antes.

    A partir de ahí aparece el monólogo interior, esa voz que no solo piensa, sino que argumenta, rebate, se insulta y se contradice. Es una corriente de pensamientos que no busca claridad, sino exponer la turbulencia interna con toda su incoherencia, repeticiones obsesivas, excusas que no convencen, razonamientos que se deshacen tres palabras después. El monólogo sirve como mapa del caos, una manera de revelar el estado mental sin la necesidad de describirlo explícitamente.

    En paralelo, el diálogo exterior irrumpe como una prueba de realidad, pero nunca solo, ya que cada intervención va acompañada de un comentario del narrador que altera lo dicho, lo subraya o lo pone en duda. Este vaivén entre lo que se pronuncia y lo que se piensa crea una doble capa que intensifica la tensión dramática.

    La escena culmina, inevitablemente, en una resolución moral ambigua o en una epifanía contradictoria. No hay cierres nítidos ni moralejas redondas, lo que surge es una verdad entrecortada, inquietante, que ilumina al personaje al mismo tiempo que lo hunde un poco más en su conflicto. Es en ese desenlace, mitad revelación, mitad desconcierto, donde la escena adquiere peso dostoievskiano, no porque responda a las preguntas, sino porque hace que nuevas preguntas empiecen a aparecer e incluso a incomodar.

    Voz narrativa y focalización

    Si hay algo que aprendí releyendo a Dostoievski, es que su narrador no observa, sino que respira dentro del personaje. La focalización es tan íntima que a veces uno no sabe si está leyendo un pensamiento, una sospecha o una fiebre que todavía no ha estallado. Y justamente ahí está la clave, el narrador no es un notario imparcial, sino alguien que siente, interpreta, exagera y juzga, como si acompañara al personaje en una especie de confesión involuntaria.

    Lo fascinante es que esa voz no siempre es de fiar, puesto que Dostoievski juega con narradores que parecen honestos hasta que dicen algo que chirría, o con protagonistas que creen entenderse cuando en realidad están al borde del autoengaño. Ese tipo de narrador semi-confesional, que a ratos ilumina y a ratos oscurece, crea una tensión preciosa entre lo que se dice y lo que realmente se esconde debajo.

    Y quizá su mayor genialidad, y también lo que más me obsesiona cuando intento desentrañar su forma de escribir, es que deja que la psicología fluya sin necesidad de explicarlo todo. No subraya, no diagnostica, no remata la frase con un “esto significa…”. Te muestra la fiebre, no el termómetro. La ambigüedad no es un fallo, ni un hueco que falte rellenar, es una virtud, una invitación a que el lector participe, interprete, se equivoque, vuelva atrás y dude. Porque en el universo dostoievskiano, comprender del todo a un personaje es tan imposible como comprenderse del todo a uno mismo. Y quizá por eso, cuando uno intenta escribir “como él”, empieza por aceptar que la lucidez absoluta no existe… y que ahí, precisamente ahí, reside gran parte de su poder.

    Temas y obsesiones a incorporar

    Cuando uno intenta escribir “a lo Dostoievski”, descubre que no basta con elegir un tema oscuro y ponerse melodramático, sino que hay que sumergirse en un puñado de obsesiones que funcionan como motores ocultos de sus novelas. La culpabilidad, la redención, la libertad, el destino, la pobreza y la justicia no aparecen como conceptos abstractos, sino como presencias que hostigan a los personajes en cada movimiento. No son temas, son presiones. El protagonista no decide “explorar la culpa”; la culpa le respira en la nuca, lo desvela, lo hunde, lo empuja, lo ilumina. Dostoievski convierte estas obsesiones en una especie de clima emocional constante, una atmósfera que acompaña cada gesto, cada silencio y cada contradicción.

    Y por supuesto, está la vieja batalla entre religión y escepticismo, que en sus obras nunca se presenta como un debate intelectual, sino como una herida abierta. No se trata de creer o no creer, sino de luchar contra la necesidad íntima de encontrar sentido en un mundo que parece empeñado en negarlo. Sus personajes avanzan con una fe que se tambalea o con un escepticismo que necesita desesperadamente algo en lo que sostenerse. Esa tensión —a veces mística, a veces puramente visceral— es uno de los pulsos que dan vida a su narrativa.

    Pero quizás la obsesión más inadvertida es la ciudad, ya que San Petersburgo no es un escenario, es un personaje empeñado en arruinarle la vida a los demás. Sus calles húmedas, sus pasadizos angostos, las fondas donde el aire parece más pesado que el vodka barato, los cuartos diminutos donde se piensa demasiado… todo eso determina a los personajes tanto como sus decisiones. La ciudad aplasta, asfixia, engaña, observa; es la geografía del pecado, del miedo y de la revelación. Cuando intento incorporar este elemento a mi propia escritura, entiendo que no se trata de describir un lugar, sino de crear un entorno que vibra con la misma intensidad emocional que los personajes, un espacio que influye y contamina, que refleja la miseria y la grandeza que los atraviesa.

    En el fondo, escribir con estas obsesiones no significa imitar a Dostoievski, sino atreverse a mirar al ser humano sin filtros, contradictorio, vulnerable, peligroso, dolorosamente consciente de sí mismo… y, aun así, capaz de buscar la luz en mitad de su propia oscuridad.

    Lenguaje y ritmo

    Otra de las cosas que siempre me sorprende al leer a Dostoievski es la elasticidad de su lenguaje, ya que puede sonar a vecino de taberna y, tres líneas después, a profeta iluminado. Esa alternancia entre lo coloquial y lo elevado no es un capricho estilístico, sino una herramienta precisa para diferenciar voces, clases sociales, estados mentales y niveles de conciencia. La voz del pueblo, con su crudeza y su inmediatez, convive con momentos de reflexión casi litúrgica, donde la prosa se eleva como si el personaje estuviera hablando desde un abismo moral o espiritual. Esa mezcla crea un ritmo imprevisible que mantiene la tensión sin necesidad de artificios floridos.

    De hecho, Dostoievski evita la ornamentación romántica continua, puesto que no llena páginas enteras de lirismo ni se recrea en la belleza verbal por sí misma. Cuando aparece la grandilocuencia, lo hace como un estallido emocional, irrumpe, golpea y desaparece. Está reservada para los momentos de crisis, de revelación o de caída. Es un recurso que funciona precisamente porque no está presente todo el tiempo, cuando llega, estremece. Así, la prosa se vuelve más honesta, más cercana al habla humana, pero con la capacidad de elevarse cuando el alma del personaje lo exige.

    Y, por supuesto, están las repeticiones, las preguntas retóricas y las exclamaciones que salpican sus páginas como impulsos nerviosos. Son marcas de una tensión emocional que no se puede contener en una sintaxis tranquila. Las repeticiones crean obsesión, las preguntas retóricas abren grietas en la conciencia, las exclamaciones delatan un temblor interno que ni el narrador consigue disimular. Todo esto configura un ritmo quebrado, irregular, profundamente humano. Un ritmo que no busca la perfección formal, sino la veracidad emocional.

    En definitiva, escribir con este lenguaje y este ritmo implica aceptar que las palabras no deben sonar perfectas, sino vivas, capaces de titubear, de elevarse, de caer y de volver a levantarse, igual que los personajes que las pronuncian.

    Ejercicios

    No se si me servirán, pero me doy cuenta que he aprendido muchas cosas intentando “escribir un poco a lo Dostoievski” y, créeme, es un deporte de riesgo emocional, en el que no basta con admirar sus trucos, sino que hay que meter las manos en el barro. Su estilo no se entiende desde fuera; solo empieza a revelar sus mecanismos cuando uno intenta replicarlos, aunque sea torpemente. Por eso estos ejercicios, que te recomiendo a continuación, no son simples tareas de escritura, sino que son formas de entrar en fricción con su técnica, de notar en la piel lo que él hacía de manera casi instintiva.

    Escribir monólogos

    El primer ejercicio es casi terapéutico, escribe 800 palabras de un personaje justificando un crimen que quizá no cometió… o quizá sí, pero no lo recuerda bien, o lo recuerda demasiado. La clave es dejar que la voz se enrede, que vuelva sobre sus pasos, que argumente, se contradiga, se acuse y se absuelva en la misma frase. No busques claridad, sino temperatura moral. Si el personaje termina más confundido que al inicio, el ejercicio ha funcionado.

    Polifonía práctica

    Luego está la bendita polifonía, ese caos ordenado que Dostoievski dominaba como si llevara un comité de ideas dentro de la cabeza. Para practicarla, escribe una discusión entre dos personajes, pero con tres interrupciones del narrador. Interrupciones que no aclaran nada, que no ordenan el debate, sino que añaden capas, un juicio moral, un recuerdo incómodo, una imagen absurda… El objetivo es que el lector sienta que la escena tiene varias alturas de pensamiento funcionando a la vez.

    Dialógo filosófico

    El siguiente ejercicio consiste en escribir un diálogo donde ambos personajes creen tener la razón. Y no basta con que la tengan, sino que deben sonar convincentes, humanos, peligrosamente lógicos desde su propio ángulo. La clave es evitar la tentación de moralizar o decidir por el lector. En el universo dostoievskiano nadie gana el debate, todos salen arañados. Si el lector no sabe a quién otorgar la razón, vas por buen camino.

    Describir la miseria sin sentimentalismos

    El último ejercicio es mi favorito —tal vez porque es el más difícil—, consiste en describir la miseria sin caer en la pornografía emocional. Solo detalles: olores rancios, objetos gastados, ropa que no se sacude, manos que tiemblan por costumbre. Nada de drama explícito. Y para coronarlo, introduce una escena donde el narrador interrumpe un diálogo con una confesión inesperada. Un quiebro súbito que rompe la superficie del relato y deja ver algo que el narrador preferiría callar. Ese momento es puro Dostoievski: la verdad brotando donde menos conviene.

    Conclusion

    Después de todo este proceso, de releer, subrayar, diseccionar, imitar y, en algún momento, preguntarme si yo también necesitaba una habitación húmeda en San Petersburgo para pensar mejor, he llegado a una conclusión técnica y ligeramente humillante: escribir “a lo Dostoievski” es como intentar replicar un terremoto con un destornillador. Puedes estudiar las placas tectónicas, entender la fricción, mapear las grietas… pero la tierra solo tiembla cuando quiere.

    Aun así, desmenuzar su estilo me ha servido para algo valiosísimo, el comprender que su escritura no está construida sobre el adorno, sino sobre la tensión eléctrica entre ideas. Su psicología profunda funciona porque no da tregua, su polifonía existe porque ninguna voz manda del todo, su ritmo quebrado nace de la incapacidad —muy humana— de sostener una emoción sin que otra irrumpa y la contradiga. Técnicamente, es brillante. Humanamente, es un caos organizado. Moralmente, es un campo minado. Y literariamente, funciona como un reloj suizo.

    Pero lo más divertido (en retrospectiva, claro) es descubrir que intentar imitarlo te obliga a confrontar tu propio estilo, ya que si tu prosa es demasiado pulcra, él te obliga a ensuciarla, si es demasiado lineal, te empuja a bifurcarla, si eres prudente, te lanza a la exageración, si eres solemne, te mete una ironía. Y si crees que tienes claras tus ideas… bueno, él te las desordena con el entusiasmo de un niño tirando fichas de dominó.

    Así que sí, he vuelto a Crimen y castigo, Los demonios, Los hermanos Karamázov y El idiota para entender cómo lo hace, y al final he acabado entendiendo algo más útil, y es que escribir “como Dostoievski” es imposible, pero escribir “a lo dostoievskiano”, con fracturas, dudas, tensión moral y humor involuntario, es un ejercicio que no solo agudiza la técnica, sino que te obliga a mirar tus propias sombras sin dramatismos innecesarios.

    Y si algo he aprendido, por encima de todo, es esto:
    a Dostoievski no se lo imita, se lo usa como excusa para pensar más hondo, escribir más vivo y no tenerle miedo a un buen monólogo interno que se te va de las manos.

    Novelas Imprescindibles

    • El idiota
    • Crimen y castigo
    • Los hermanos Karamázov

    Los demonios.

    Aviso

    Este artículo contiene enlaces de afiliados. Si realizas un compra a través de ellos, «Voces de Libros» recibe una pequeña comisión sin coste adicional para ti. Esto me ayuda a seguir creando contenido. ¡Gracias por tu apoyo!

    Configurar