

- Título: A cuatro patas
- Autora: Miranda July
- Año de publicación: 2025
- Editorial: Random House
- Páginas: 384
A cuatro patas. A medio camino entre el deseo y la nada
Un viajero arriba a un cruce de caminos, y en esa encrucijada se enfrenta a una verdad que trasciende lo inmediato, ya que hacia un lado se abre la senda ilusoria de la juventud, espacio ya clausurado y convertido en pura reminiscencia y, hacia el otro, la vereda de la vejez, todavía intimidante en su promesa de decrepitud y de despojo. Entre ambas rutas, como si la vida se detuviera para señalarle el carácter ilusorio de toda dirección, el viajero opta por permanecer inmóvil, suspendido en un presente que no es tránsito sino estado de conciencia. Esa detención, ese instante de suspensión que revela con nitidez la fragilidad de nuestra temporalidad, constituye quizá el territorio más fértil —y a la vez más arduo— de la condición humana, que no es otro que saber que el pasado ya no se puede habitar y que el futuro todavía no se concede, de modo que lo único que resta es convivir con la angustia de la espera y con la interrogación sobre lo que aún somos.
Podría decirse que la literatura, cuando asume este instante liminal, se convierte en un espejo que devuelve no una imagen complaciente de lo vivido, ni tampoco una proyección tranquilizadora de lo venidero, sino una visión desgarrada de la finitud, un recordatorio de que lo humano consiste en reconocerse a medio camino entre lo perdido y lo inevitable. Y en ese sentido, la tentativa narrativa que aquí se nos ofrece quisiera aspirar a erigir un retrato de ese intervalo, de esa edad en que el cuerpo se vuelve territorio problemático, no tanto porque ya no goce de su plenitud, sino porque comienza a insinuar con obstinación la caducidad de su vigor, la proximidad de un umbral tras el cual los signos del tiempo serán ineludibles.
Miranda July parece haber advertido con lucidez ese umbral. Su novela A cuatro patas ha sido celebrada con fervor inusitado, ha sido incluida entre los libros del año por The New Yorker, The New York Times, Time, Vogue, Financial Times, Oprah Daily, y Vulture entre otros. También ha sido seleccionada como finalista en certámenes de gran calado, como el National Book Award for Fiction y el Women’s Prize for Fiction. Esas distinciones, emblemáticas en el panorama literario contemporáneo, acaso confieren un barniz de legitimidad que empalidece al compararse con la propuesta de hondura que la novela parece prometer. Pues, a pesar del fragor de su recepción —premios, menciones en prestigiosas listas y resonancia cultural—, no puedo dejar de sentir que la narración en A cuatro patas se apaga en esa encrucijada en la que, como el viajero, se detiene sin avanzar. Esa sensación de detención se traduce para mí en una promesa narrativa que se queda a medio camino entre el impulso de una revelación auténtica y el despliegue de una experiencia apenas esbozada.
Es como si el libro prefiriera contemplar la grieta en el eje existencial de su protagonista, pero no se atreviera a abrirla del todo. La encrucijada queda señalada, pero el camino no termina de revelarse, hay introspección, sí; hay tensión del deseo y reconocimiento del tiempo; hay estética, sin duda… pero también una impresión persistente de que lo potente se queda fragorosamente a mitad de la trama, sin lograr trascender su propia coyuntura.
Con esto en mente, avancemos, pues, hacia la reseña de A cuatro patas, volveremos sobre ese espacio detenido, ese cruce emocional que promete infinitos descensos y ascensos, para evaluar si la obra logra, al menos en parte, romper su paralización y ofrecernos algo más que una escena contemplativa de su propio síntoma. Vamos con la reseña.
Sinopsis
En A cuatro patas Miranda July coloca en el centro de su narración a una mujer sin nombre, narradora y protagonista de un viaje que es menos geográfico que íntimo. Todo comienza con una extraña situación un vecino le advierte que alguien ha estado tomando fotos de su casa. Esa sospecha, aparentemente trivial, funciona como detonante de una crisis mayor, la de una vida doméstica en la que nada parece encajar. Con un marido distante, Harris, y Sam, su hije de genero no binario, la protagonista decide abandonar por unos días su rutina y tomar la carretera.
El viaje, sin embargo, no la conduce a ninguna gran revelación panorámica, sino a la habitación anónima de un motel cercano. Allí, entre el tedio, la televisión y las llamadas mentirosas a su familia, surge una experiencia inesperada, el encuentro con Davey, un joven casado que trabaja sin descanso para ahorrar y comprar una casa. Ella, en un gesto tan arbitrario como revelador, paga a su esposa veinte mil dólares para redecorar la habitación del motel. Esa transacción absurda abre la puerta a una relación ambigua y febril, más erótica que sexual, en la que la protagonista se obsesiona con Davey tanto como con la idea de ser deseada todavía.
A medida que prolonga su estancia, la narradora repasa fragmentos de su pasado, el parto traumático, la sensación de que la vida se ha congelado, y confronta su presente, compuesto por un matrimonio corroído por la indiferencia, la sospecha de que Harris también oculta amantes, y el diagnóstico médico de una menopausia inminente que percibe como una sentencia. La proximidad de ese umbral biológico desencadena su vértigo: ¿cómo aprovechar lo que queda de deseo antes de que el cuerpo se declare obsoleto?
Lo que sigue es una deriva de encuentros, confesiones y huidas, en la que las fantasías con Davey se entremezclan con experiencias sexuales con otras personas, siempre bajo la mirada cómplice de su amiga íntima Jordi, confidente de todas sus dudas y obsesiones. La narradora oscila entre la búsqueda desesperada de un último ardor y la constatación de que la vida que ha construido —familia, pareja, maternidad— se tambalea sobre un vacío.
Más que una trama lineal, A cuatro patas propone un mapa de fisuras, la del cuerpo que envejece, la del matrimonio que se disuelve y la del deseo que se resiste a extinguirse. Una novela que sitúa a su protagonista en la frontera entre lo que aún late y lo que inevitablemente se apaga, preguntándose hasta dónde se puede sostener la ilusión de seguir siendo otra antes de aceptar, quizá, el peso de lo real.
Estilo
En A cuatro patas, la narración se articula en primera persona a través de una protagonista sin nombre, lo que intensifica la sensación de intimidad y confesión directa, la voz no se guarda nada, ya que el tono es crudo, sexualmente explícito, con pasajes que buscan incomodar tanto como provocar. A ratos me recordaba a Houellebecq en Las partículas elementales o a Roth en El teatro de Sabbath, aunque con un registro mucho más introspectivo, personal, e inevitablemente menos trabajado en lo literario.
La prosa se sostiene sobre la inmediatez con frases que parecen surgir de un cuaderno íntimo más que de un proyecto narrativo con voluntad poética. El texto avanza como un flujo de conciencia marcado por el yo, por sus ansiedades, deseos y miedos. En ese movimiento constante hay una apuesta deliberada por lo confesional, lo diarístico, lo abrupto; un estilo que evita la ornamentación y que al mismo tiempo renuncia a la musicalidad o la profundidad filosófica que la premisa parecía reclamar.
A menudo tuve la impresión de estar leyendo pensamientos más que escenas, hay introspección, sí, pero tan personal que se encierra en sí misma; hay crítica, pero tamizada por un trasfondo consumista que la contradice. El resultado, al menos en mi experiencia de lectura, es una prosa lineal, sin apenas quiebres estilísticos, donde lo más notable es la transparencia con la que la narradora se expone y no tanto la fuerza de la escritura que la sostiene.
Personajes
- La protagonista: Ella sostiene todo el relato. Es narradora, observadora y sujeto de la acción, pero sobre todo es un yo en crisis. Mujer de mediana edad, madre de Sam y esposa de Harris, vive en ese umbral donde la cercanía de la menopausia y el desgaste matrimonial hacen tambalearse su identidad. En primera persona nos confiesa fantasías, dudas, frustraciones; se muestra desnuda en lo emocional y lo sexual. Lo cierto es que la percibí menos como un personaje complejo y más como un espejo de inquietudes generacionales, mujeres que un día fueron libres y que ahora buscan, en medio de la rutina y la familia, recuperar algo de aquella libertad perdida.
- Harris: El marido, figura distante, casi esquemática. Es el contrapunto de la protagonista, es la rutina hecha carne y el desencanto hecho personaje. Su revelación final —la relación con otra mujer y el fin de la vida sexual con ella— me pareció más funcional que sorprendente. Harris no está dibujado con capas psicológicas, sino como símbolo de la frialdad conyugal que empuja a la narradora hacia el motel, hacia Davey, hacia todo lo demás.
- Jordi: La amiga íntima, confidente absoluta. A ella la narradora le cuenta lo que no comparte con nadie más. Su rol es clave porque permite que el yo de la protagonista despliegue sin reservas sus deseos, temores, fantasías, todo pasa primero por Jordi. Más que personaje autónomo, funciona como una extensión de la narradora, la voz que valida o escucha aquello que de otro modo quedaría encerrado.
- Davey: El joven con quien la protagonista mantiene una relación erótica sin llegar a consumar el sexo. Él es tanto una figura de deseo como un espejo donde ella proyecta lo que cree estar perdiendo. La atracción obsesiva hacia Davey, y la extraña relación con su madre —que incluso comenta abiertamente el despertar sexual del hijo—, forman uno de los núcleos más perturbadores de la novela. Davey encarna la tensión entre lo prohibido, lo incompleto y lo imposible.
Opinión
He cerrado la novela con una sensación de promesa incumplida. La idea me parecía fértil, narrar desde un yo femenino en plena cuarentena, explorar el miedo al tiempo, el deseo que persiste y la inminencia de la menopausia como un umbral vital. Sin embargo, lo que en teoría podía abrir un campo de reflexión amplio y profundo, en la práctica se me quedó en la superficie, como si las palabras no lograran sostener la hondura de lo que intentaban enunciar.
La propuesta me interesó en la superficie, ya que entiendo el mensaje que quiere transmitir, la voluntad de hacer visible una experiencia íntima que atraviesan muchas mujeres al borde de la menopausia, con sus dudas, sus miedos, su tensión entre deseo y decrepitud. Sin embargo, mi impresión fue que esa intención se queda corta, que lo que pretende decir termina sobrando, como si las palabras no alcanzaran la densidad de lo que la autora intenta señalar.
Le reconozco cierta fuerza a la idea inicial, pero a mí no me parece suficiente para convertirla en “la novela del año”, como algunos críticos han proclamado. Sí, hay mensaje, hay historia, pero lo que eché de menos fue literatura, puesto que la narración es plana, apenas hay poesía en la prosa, y el resultado se acerca más al testimonio personal que a la gran novela de fondo filosófico que podría haber sido.
La voz de la narradora me resultó demasiado yoísta, casi ensimismada. Entiendo que el libro se dirige a un público específico, a mujeres en sus cuarenta que puedan reconocer en la protagonista su propia inquietud, pero ni siquiera dentro de ese marco creo que la identificación sea universal. Hay introspección, claro, pero excesivamente personal, tan encerrada en sí misma que se me antoja difícil de trasladar al lector común, a ese gran público al que una novela, en teoría, debería aspirar a hablar.
Más de una vez me pregunté: ¿cómo puede una obra que se presenta como crítica acabar siendo, en el fondo, tan consumista? Porque lo es: el viaje, la búsqueda, la relación con Davey, incluso el temor a la menopausia, todo parece empaquetado bajo una estética que promete profundidad pero que se queda en la anécdota. El estilo, además, no ayuda, ya que resulta plano, sin brillo, incapaz de elevar lo vivido hacia lo filosófico. Con un final simple, incluso abrupto, que confirma la sensación de que lo que empieza como una gran promesa narrativa termina resolviéndose en una historia menor.
En definitiva, lo que yo encontré en estas páginas fue un intento de descubrir las inquietudes de las mujeres en la cuarentena, un ejercicio de poner en palabras ese miedo al tiempo, al cuerpo que cambia, a la sexualidad que se apaga. Y, aunque me quedó claro que la protagonista había sido más libre en su pasado y que ahora se enfrenta a los límites de su propio presente, lo cierto es que la novela no logró, en mi lectura, convertir esas preguntas en literatura duradera.
NOTA: 3,3/5
Miranda July

Miranda July (Barre, Vermont, 1974) es escritora, cineasta, artista y actriz estadounidense. Su obra se caracteriza por un estilo experimental y una mirada profundamente personal sobre la intimidad, el deseo y la vida contemporánea. En 2005 estrenó la película Me and You and Everyone We Know (Tú, yo y todos los demás), que obtuvo la Cámara de Oro en el Festival de Cannes y el premio especial del jurado en Sundance, consolidándola como una de las voces más singulares del cine independiente.
En el ámbito literario debutó con el libro de relatos Nadie es más de aquí que tú (2007), galardonado con el Frank O’Connor International Short Story Award y traducido a numerosos idiomas. Posteriormente publicó la novela El primer hombre malo (2015), recibida con entusiasmo por la crítica, y en 2024 apareció su segunda novela, A cuatro patas.
Además de su faceta literaria y cinematográfica, July ha desarrollado instalaciones artísticas y proyectos performativos de gran impacto, que suelen explorar los límites entre lo público y lo privado. Su obra, siempre fronteriza y provocadora, se ha convertido en referencia obligada en el panorama cultural contemporáneo.
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