

Como entrenar tu creatividad sin morir en el intento.
Tengo una manía rara, mientras la gente aprovecha sus paseos para escuchar música, mirar escaparates o esquivar palomas kamikazes, yo voy pensando en ejercicios literarios. Sí, en serio. Camino por Palma de Mallorca, rodeado de turistas en chanclas con calcetines y camareros maldiciendo al sol, mientras mi cabeza está maquinando cosas como: “¿Qué llevaría siempre un personaje en el bolsillo? ¿Una navaja heredada de su abuelo o un ticket del autobús que ya ni vale?”. Muy normal todo.
El caso es que esta vez, mientras paseaba medio despistado por la ciudad, se me ocurrió algo distinto: ¿y si en lugar de inventar ejercicios sueltos hacía un artículo entero de creación literaria? Así, tal cual, con su presentación y todo. Y como soy de ideas fijas (y poco prácticas), en cuanto llegué a casa invertí el orden habitual, y en lugar de pasear y luego improvisar, me senté directamente delante del ordenador, café en mano y mirada de escritor frustrado, y me puse a pensar qué ejercicios podrían irle bien a posibles aspirantes a escritores.
Llevo años intentándolo y no escribo nada decente, pero oye, según los expertos hacer este tipo de ejercicios es buenísimo. Que ayudan a desbloquear, a entrenar la imaginación y a darle ritmo a la escritura. Así que pensé que si a mí me cuesta tanto y aun así me divierte, tal vez a alguien que sí tenga talento le venga de perlas. Y así nació este artículo, una especie de menú degustación de ejercicios literarios, cocinados en mi escritorio pero sazonados con esas ideas que me acompañan cuando camino por Palma esquivando bicis, patinetes y turistas.
Aunque no me he limitado a soltar ejercicios al tuntún. No, me he venido arriba y los he organizado como si fuera el menú de un restaurante literario. Así que prepárate, porque aquí vas a encontrar de todo, ejercicios de personajes, de escenarios y atmósferas, de diálogos, de narrador y punto de vista, de ritmo y estilo y, por si todo esto te parece poco, también unos de imaginación salvaje que ni Freud después de tres cafés.
Y por si todavía quedas con hambre después de estos ejercicios de escritura, al final del artículo encontrarás una pequeña selección de libros sobre creación literaria que han pasado por mis manos, previo préstamo de la biblioteca —quién pudiera vivir en una— y que me han parecido la mar de interesantes.
Así que sin más rodeos —que me conozco y empiezo a divagar—, vamos con el primer plato: los ejercicios de personajes.
Personajes
Los personajes son el alma de cualquier historia. Sin ellos, un relato es como una paella sin arroz, puede que haya marisco, puede que haya verduras, pero al final te quedas mirando el plato pensando “¿y esto qué es?”. Son ellos los que lloran, ríen, se equivocan y toman decisiones absurdas que luego nosotros, pobres escritores, tenemos que justificar. Y claro, si un personaje es plano o aburrido, da igual que lo pongas en Marte, en el siglo XV o en una panadería hipster, el lector bostezará igual.
Por eso, empezar por los personajes es como elegir buenos cimientos antes de construir la casa. O como tener amigos con los que no te importa quedarte encerrado en un ascensor, sabes que la cosa va a dar juego. Dicho esto, pasemos al primer ejercicio y veamos cómo poner a nuestros personajes a sudar un poco.
Lo que calla
Todos tenemos un pequeño caos interno, ya que pensamos una cosa, decimos otra y hacemos lo contrario. Ejemplo de la vida real: piensas “hoy ceno sano”, y cuando vas a pedirle al camarero “una ensaladita ligera” terminas pidiéndole un kebab tamaño familiar con extra de salsa. Bienvenido a la vida humana.
El ejercicio consiste en escribir una escena en la que tu personaje piense una cosa, diga otra y haga algo distinto. Vamos, poner en papel ese desorden interno que todos conocemos: ¿qué pensó realmente? ¿Qué dijo para quedar bien? ¿Y qué terminó haciendo, porque es un desastre andante? La gracia está en mostrar las tres capas a la vez y dejar que el lector se divierta con las contradicciones.
Objetivo: revelar hipocresías, contradicciones y pequeñas trampas internas que convierten a tu personaje en alguien mucho más interesante, vivo, divertido… y mucho menos robotizado.
La cicatriz invisible
Todos cargamos con cicatrices, aunque muchas veces sean invisibles. No me refiero a esa marca que te hiciste jugando a “pirata profesional” con el cortauñas de tu madre, sino a esas heridas que nadie ve, miedos absurdos, recuerdos dolorosos o fracasos que te persiguen como un vecino pesado con ganas de hablar de fútbol.
El ejercicio consiste en identificar esa cicatriz invisible de tu personaje y describir cómo afecta a su vida cotidiana. ¿Se encoge al saludar a desconocidos? ¿Titubea al tomar decisiones? ¿Tiene un tic extraño que aparece cada vez que alguien menciona la palabra “éxito”? Lo importante es mostrar cómo esa herida psicológica se refleja en su manera de hablar, moverse o actuar, sin necesidad de explicarlo con frases como “está traumatizado desde la infancia”.
Objetivo: dar profundidad a tu personaje, que deje de ser un muñeco de feria y empiece a tener secretos y miedos y que hagan al lector pensar “vaya, este tipo sí que tiene historia”.
El límite moral
¿Quién no se ha visto atrapado entre “haré lo correcto” y “bueno, esto también sirve”?. Sí, incluso tú cuando miras el último trozo de tarta del frigorífico y te debates entre compartirlo o hacerlo desaparecer misteriosamente. Ahora imagina que tu personaje tiene que enfrentarse a algo parecido… pero mucho más serio (o divertido, según cómo lo plantees).
En este ejercicio tienes que poner a tu personaje en una situación en la que tenga que elegir entre dos valores que considera esenciales. Por ejemplo: la honestidad frente a la lealtad, el amor frente al deber, o elegir entre avisar a tu compañero que puso sal en vez de azúcar en el café o dejar que lo pruebe y sufra las consecuencias. Lo importante es que la elección no sea fácil ni clara, y que la tensión interna se refleje en sus pensamientos, gestos y palabras.
Objetivo: explorar conflictos internos y prioridades del personaje, mostrar sus dilemas morales y, de paso, darle chicha psicológica sin convertirlo en un monigote perfecto y predecible.
El mapa de la habitación
Olvida al personaje… al menos por ahora. Este ejercicio consiste en describir su habitación solo a través de los objetos y su disposición, para que el lector pueda imaginar quién vive ahí sin que tú lo digas directamente. Sí, como esos detectives de películas que deducen todo con ver una sola huella… pero sin tener que sacar la lupa.
Por ejemplo, ¿hay libros de cocina apilados junto a un par de videojuegos de disparos? ¿Un calcetín solitario colgando de la lámpara? ¿Un cactus que parece que va a rebelarse contra el mundo? Cada objeto, cada desorden (o cada orden obsesivo) habla por sí mismo. La idea es que el lector entienda al personaje sin que tengas que escribir “Juan es desordenado” o “María es perfeccionista”.
Objetivo: mostrar al personaje a través de su entorno, haciendo que su habitación sea un reflejo cómico, íntimo o incluso terrorífico de su personalidad… y de paso, darte el gustazo de espiar sin culpa.
El personaje en su peor momento
Imagina el peor día de tu vida… y luego multiplícalo por diez. Sí, así de exagerado. El café se derrama en tu camisa blanca, el perro del vecino decide que tu pie es un juguete, tu jefe te llama para pedirte un informe que no existe y, de regalo, el ascensor se queda atascado contigo dentro. Ahora tu personaje vive algo igual de caótico.
El ejercicio consiste en poner al personaje en su peor día y describir cómo reacciona a cada desastre, desde lo más ridículo hasta lo más dramático. ¿Se bloquea? ¿Responde con sarcasmo? ¿Hace algo totalmente inesperado? Cada reacción revela su personalidad, sus miedos, sus manías y, de paso, lo hace humano, imperfecto y memorable.
Objetivo: mostrar al personaje a través de sus reacciones ante la adversidad, descubrir cómo maneja el caos y sus pequeñas obsesiones, y dar profundidad sin tener que contar su biografía con aburridas frases explicativas.
Escenarios y atmósferas
Vale, los personajes ya los tenemos más o menos armados, con sus contradicciones, cicatrices invisibles y días horribles. Pero ojo, ya que un personaje sin escenario es como un actor perdido en medio de un descampado. Los escenarios no son solo decoración, son como ese amigo que apenas habla pero siempre influye en la conversación.
Un buen ejercicio de atmósfera puede convertir una cafetería cualquiera en un nido de secretos, un pasillo oscuro en la antesala del apocalipsis o una playa en un lugar romántico… o lleno de turistas en chanclas que arruinan el momento. La gracia está en que el lector no solo vea dónde pasa la acción, sino que lo sienta, huela y hasta se incomode con el ambiente.
Por eso estos ejercicios son clave, ya que si tu escenario respira, tu historia también, y si no respira… bueno, tendrás un decorado de cartón piedra y un personaje preguntándose dónde demonios se ha metido.
El cuarto sin nombre
Este ejercicio es como jugar al “Quién es quién” de los lugares: tienes que describir un sitio… sin decir nunca qué es. Nada de soltar “hospital”, “cárcel” o “discoteca con la música todo volumen”. Prohibidísimo.
La gracia está en usar olores, sonidos, texturas y sensaciones para que el lector lo descubra por sí mismo. Que huela a café requemado, que rechinen las sillas, que los baños parecen y huelen como un vertedero, que el suelo esté tan pegajoso que perderías una zapatilla al andar… y pum, todos saben que están en un bar cutre sin que hayas nombrado la palabra “bar”.
Objetivo: convertirte en ese tipo de narrador que no dice dónde estás, pero te lo hace sentir tan fuerte que casi puedes tocar las baldosas del suelo (o rezar por que no estén pegajosas).
Transformación mágica
Ahora se trata de ponerle Photoshop a la realidad, pero sin gastar un euro. Consiste en elegir un sitio que conozcas de memoria —tu habitación, la cocina, la parada del bus donde llevas media vida esperando— y convertirlo en escenario de fantasía o de terror.
De pronto tu cama no es tu cama, se ha convertido en un portal a otra dimensión que huele a chicle de fresa. Tu cocina deja de ser ese lugar donde se te quema la pasta y se convierte en el laboratorio secreto de un villano con aspiraciones de chef Michelin. Y tu parada de autobús… bueno, ahí ya tienes la elección: ¿castillo de cristal flotante o escenario de película de zombis con la señora de la compra como jefa final?
Objetivo: entrenar el superpoder de mutar atmósferas, porque si logras que tu lector vea magia o miedo en algo tan cotidiano como tu fregadero, ya lo tienes en el bolsillo.
El escenario desde abajo
Este ejercicio es perfecto si alguna vez quisiste saber cómo se siente una hormiga en la cola del supermercado o un niño pequeño intentando ver un desfile entre un mar de sobacos adultos.
La idea es sencilla, consiste en describir un lugar desde la perspectiva de alguien diminuto —un niño, un insecto, un ratón… o incluso tu dignidad después de cantar en un karaoke. Lo importante es que la mirada sea distinta y mucho más sensorial, todo parece más grande, más amenazante o más mágico. Un simple zapato puede convertirse en una montaña peligrosa, la pata de una mesa en un rascacielos, y una gota de agua en un tsunami personal.
Objetivo: obligarte a cambiar de ángulo y a narrar con una mirada fresca. Porque a veces, para hacer literatura grande, hay que hacerse muy, pero que muy pequeño.
El escenario miente
Las apariencias engañan, y los escenarios también. Ahora se trata de describir un lugar que parece una cosa, pero en realidad es otra muy distinta. Puede ser al revés de lo que todos esperan, acogedor por fuera, pero terrorífico por dentro… o un sitio aparentemente siniestro que termina siendo entrañable.
Ejemplo 1: una casita adorable con cortinas de encaje y olor a galletas recién horneadas… hasta que descubres que la abuela que vive ahí colecciona dientes (y no precisamente del ratoncito Pérez).
Ejemplo 2: un callejón oscuro lleno de graffitis y gatos que maúllan como si planearan tu asesinato… pero al fondo hay un chiringuito de chocolate caliente y croissants gratis.
Objetivo: entrenar el arte de darle un giro a la atmósfera, jugar con las expectativas del lector y demostrar que un escenario también puede ser un maestro del disfraz.
El lugar imposible
Hay escenarios que existen solo en nuestra cabeza… y menos mal, porque la realidad no soportaría tanta locura. Este ejercicio consiste en inventar un espacio que no podría existir en el mundo real, pero describirlo como si fuera lo más normal del universo.
Ejemplo 1: una biblioteca donde los libros se quejan si los devuelves tarde, se esconden cuando no quieren ser leídos y se ponen celosos si hojeas a otro autor.
Ejemplo 2: una playa en la que las olas te susurran spoilers de tu serie favorita, y la arena se queja de que la pises.
Objetivo: liberar la imaginación, romper la lógica y aprender a crear atmósferas fantásticas o absurdas sin preocuparte por las leyes de la física, el urbanismo o la paciencia de los vecinos.
Ejercicios de diálogos
Si los personajes hablaran como muchas de las conversaciones de nuestro día a día todo sería un desastre:
—Hola, María.
—Hola, Juan.
—¿Quieres un café?
—Sí.
(Fin. Apasionante, ¿eh?).
El diálogo es donde los personajes muestran sus uñas, donde sueltan indirectas, esconden secretos, meten la pata o improvisan frases dignas de camiseta. El problema es que un mal diálogo mata cualquier historia. Da igual si estás narrando una persecución épica, un romance apasionado o una pelea de dragones, ya que si tus personajes hablan como Siri con hipo, el lector cierra el libro y se va a ver memes. Por eso vamos a entrenar diálogos como quien entrena abdominales, con dolor, con sudor… pero con la esperanza de que al final se note.
Preguntas sin respuesta
El ejercicio que viene a continuación es como una conversación de WhatsApp con tu madre en la que ella te manda diez preguntas seguidas y tú no contestas ni una. O como esas cenas familiares en las que todo el mundo dispara interrogantes (“¿cuándo te casas?”, “¿y el trabajo?”, “¿has engordado?”) y nadie, absolutamente nadie, quiere escuchar la respuesta.
El reto consiste en escribir un diálogo formado solo por preguntas. El chiste es que, al no dar respuestas, creas ritmo, tensión y la sensación de que algo gordo está pasando… aunque en realidad solo estén discutiendo por si van al cine o no.
Objetivo: trabajar tensión y ritmo sin necesidad de afirmaciones, obligando al lector a completar el vacío con su imaginación (y a tu personaje a parecer un poco esquizofrénico, todo hay que decirlo).
La conversación muda
Tal vez te resulte familiar si alguna vez has tenido una cita con alguien que solo contestaba con encogimientos de hombros, miradas perdidas y sonrisas incómodas. Vamos, que parecía que estabas ligando con una estatua del museo.
La idea es simple, consiste en escribir un diálogo en el que uno de los personajes nunca pronuncie una sola palabra. Nada, ni un “hola”. Solo se comunica con gestos, miradas y silencios. El otro personaje tiene que reaccionar a esa especie de “lenguaje corporal extremo” y sacar adelante la conversación como pueda.
Objetivo: entrenar el uso de lo no verbal como parte del diálogo, y descubrir lo mucho (y lo cómico) que puede decir alguien sin abrir la boca.
La pelea contenida
Y ahora, básicamente un combate de boxeo… pero con guantes de seda y sonrisas falsas. Imagina a dos personajes discutiendo como si fueran diplomáticos en una reunión muy elegante, sin nada de insultos, nada de gritos, nada de “eres un inútil”. Aquí todo se dice con cortesía, pero con la mala leche bien escondida entre las frases.
Algo así como:
—Me parece interesante tu punto de vista.
—Y yo valoro mucho tu esfuerzo… aunque esté completamente equivocado.
La tensión sube, los nervios se disparan, y todo sin que nadie pierda la compostura (al menos en apariencia).
Objetivo: aprender a generar tensión sin recurrir al berrido ni al insulto, y demostrar que a veces una sonrisa educada puede doler más que un portazo.
El tercer oído
El ejercicio favorito de todos los hipócritas profesionales. Se trata de escribir un diálogo normal y corriente entre dos personajes, pero después añadir lo que realmente piensan mientras hablan. Ya sabes, ese contraste maravilloso entre la boca diplomática y la mente asesina.
Ejemplo rápido:
—Claro, yo me encargo de ese informe. (piensa: y también de acabar con mi vida social).
—Genial, sabía que podía contar contigo. (piensa: porque nadie más quiso hacerlo, pobre incauto).
De repente, el diálogo se convierte en una tragicomedia de dobles capas, donde lo que se dice y lo que se piensa no coinciden ni por error.
Objetivo: mostrar la distancia entre lo dicho y lo pensado, añadir humor, ironía y contradicciones, y darle a tus personajes más dobleces que a una servilleta en un restaurante caro.
Un diálogo en el vacío
Imagina a dos personajes hablando… pero sin que el lector tenga ni idea de dónde están ni qué hacen. Como si flotaran en el aire, discutiendo sobre la vida, el amor o quién se comió el último donut. Ese es el “diálogo en el vacío”: solo palabras, ninguna acción, ningún gesto, ningún escenario.
La idea es escribir primero un diálogo totalmente desnudo, sin descripciones ni gestos, solo las palabras. Después, hay que reescribirlo añadiendo detalles mínimos de escenario, gestos o acciones como un bolígrafo que rueda por la mesa, una ceja que se arquea, un suspiro que lo dice todo. Con eso, el diálogo deja de flotar en el vacío y el lector puede imaginar la escena completa sin que tú tengas que narrar un libro entero.
Objetivo: entrenar a equilibrar lo que se dice con lo que se hace, para que tus personajes sean personas de verdad, no solo bocas parlantes en el aire.
Ejercicios de narrador y punto de vista
Elegir un narrador es como decidir quién va a contar la historia en una reunión de amigos, hay quien exagera todo, quien se queda callado, quien comenta cada detalle absurdo de su vida y quien mezcla recuerdos con invenciones tan rápido que ya no sabes si pasó de verdad.
El punto de vista puede convertir una misma escena en un drama épico, una comedia involuntaria o un misterio sin resolver. Cambiar de mirada no solo te hace ver cosas nuevas, también te obliga a replantearte cómo percibimos la realidad… o cómo alguien puede tropezar con su propia zapatilla y hacer que parezca el fin del mundo.
En esta sección vamos a entrenar esa habilidad de mirar la historia desde distintos ángulos, de probar voces inesperadas y de reírnos un poco de nosotros mismos mientras lo hacemos.
La triple mirada
Este ejercicio es como ver una película con tres cámaras distintas: la cámara 1 te hace sentir dentro de la cabeza del protagonista, la cámara 2 te mete en los zapatos del espectador y la cámara 3 te deja flotando como un dron sobre la escena, viendo todo sin mancharte las manos.
La idea es escribir la misma escena desde tres perspectivas, primera, segunda y tercera persona. Por ejemplo, alguien pierde el tren:
- Primera persona: ¡No! ¡Mi tren se va! Corro como un loco mientras maldigo en silencio mi falta de puntualidad.
- Segunda persona: Ves cómo tu tren se aleja mientras tus piernas deciden ir más despacio que tu cerebro. ¿En serio? ¿Otra vez?
- Tercera persona: Él corre hacia el tren que ya se escapa por la curva, maldiciendo su suerte mientras los pasajeros lo miran con sorpresa y algo de compasión.
Objetivo: entender cómo cambia la cercanía con el lector según el punto de vista, y descubrir que la misma escena puede sentirse muy distinta dependiendo de quién te cuente la historia… o de cuántas veces te tropieces en el intento.
El narrador objeto
El próximo ejercicio es como ponerle a tu tostadora una cuenta de Instagram y dejar que cuente su drama diario, de repente, los objetos cobran voz, opiniones y hasta secretos que nadie esperaba. Imagina que un bolígrafo en un examen te chiva todo lo que piensa de los nervios del estudiante, o que una lámpara del salón se queja de los muebles que nunca se mueven.
La idea es contar una historia desde la perspectiva de un objeto, cualquiera que te parezca interesante, absurdo o incluso dramático. ¿Una taza que presencia todas tus malas decisiones de café? ¿Un paraguas que se siente abandonado bajo la lluvia? La diversión está en imaginar que hasta los objetos tienen su carácter y su pequeño juicio sobre el mundo.
Objetivo: ejercitar la imaginación y abrir ángulos narrativos insólitos, porque si hasta un bolígrafo puede tener opinión, tú también puedes hacer que tu historia cobre nuevas dimensiones.
La cámara ciega
Ahora toca convertirse en cámara de cine sin filtro emocional, desde donde ves todo, escuchas todo, pero nunca te metes en la cabeza de nadie. Ni un pensamiento, ni un suspiro secreto, ni una lágrima invisible. Solo imágenes y sonidos, como si fueras el noticiero de la vida cotidiana… pero con más posibilidades de desastre.
Por ejemplo: describe a alguien que entra en una cafetería. No escribas “estaba nervioso”, escribe: “Empuja la puerta, hace crujir la bisagra, tropieza con una silla, deja caer su vaso de café que rueda hasta chocar con la mesa y suena un ‘¡clang!’ metálico.” Voilà: la emoción está ahí, pero el lector la deduce sin que tú la nombres.
Objetivo: practicar el narrador objetivo, estilo “cámara de cine”, y aprender a transmitir tensión, humor o drama solo con lo que se ve y se oye, sin decirle al lector lo que tiene que sentir.
La segunda persona intima
Imagina intentar seguir una conversación con tu tío en las reuniones familiares, empieza hablando del fútbol y termina contándote cómo su gato aprendió a tocar la guitarra mientras recuerda su primer amor… y tú ya no sabes ni dónde estás. La idea es hacer que el narrador comience con algo concreto pero se desvíe constantemente, mezclando pensamientos, recuerdos, opiniones y mini historias hasta casi perder el hilo original.
Lo divertido es que el lector aprende a seguir esas curvas inesperadas sin perderse del todo, y tú entrenas a tu narrador para que fluya como un río impredecible, lleno de vueltas, sorpresas y pequeñas distracciones que, lejos de confundir, enriquecen la historia.
Objetivo: experimentar con el flujo digresivo y el ritmo, aprender a que las digresiones tengan gracia, coherencia y chispa, y descubrir que perderse en la narración puede ser mucho más entretenido que llegar directamente al final.
Ejercicios de ritmo y estilo
El ritmo y el estilo son como el latido secreto de tu historia, ya que puedes tener la trama más emocionante del mundo, los personajes más fascinantes y los giros más inesperados, pero si la narración se arrastra como un caracol con resaca, el lector va a cerrar el libro antes de llegar al primer capítulo. Controlar el ritmo y jugar con el estilo es lo que convierte un texto plano en algo que respira, vibra y hace que el lector quiera seguir devorando palabras sin poder parar… o al menos sonreír mientras lo hace.
En esta sección vas a entrenar tu narrativa con un poco de frases cortas para crear tensión, un poco de frases largas para acariciar la imaginación, pausas dramáticas que hagan que el lector contenga la respiración y explosiones de palabras que lo sorprendan como una confeti literario inesperado. Vamos a experimentar con escenas que se expanden, se contraen, se encogen y se estiran como un chicle, y con textos que pueden pasar de “telegrama seco y directo” a “sinfonía poética digna de un piano de cola” sin que te dé un ataque de ansiedad.
En pocas palabras, si quieres que tu historia no solo se lea, sino que se sienta, que tenga ritmo, cadencia y un estilo que haga reír, llorar o pestañear con sorpresa, aquí es donde empieza la diversión. Prepárate para jugar con las palabras… y con tu cordura literaria.
El metrónomo narrativo
Este ejercicio es como hacer que tu historia se ponga a correr… o a caminar con muletas. Primero, escribes un párrafo solo con frases cortas, de máximo cinco palabras cada una. Todo rápido, como si tu lector estuviera persiguiendo un autobús que nunca llega, tensión, ritmo y adrenalina en cada línea.
Luego, tomas ese mismo párrafo y lo conviertes en un desfile de frases larguísimas, de mínimo veinte palabras cada una. Ahora la lectura se vuelve lenta, elegante y hasta un poco pomposa, como si tu lector estuviera paseando por un jardín literario mientras tu historia lo envuelve con descripciones, pensamientos y giros infinitos.
La gracia es notar cómo cambia la velocidad, la tensión y la sensación de la escena según el ritmo que impongas. Es como pasar de un tema de heavy metal a un vals, pero sin cambiar la canción… y con la diversión añadida de ver cómo tu texto puede bailar de mil formas distintas.
Objetivo: experimentar con la velocidad de lectura y la tensión, para que aprendas a usar el ritmo como un arma secreta en tu escritura.
La historia en bucle
Escribe una escena repetida tres veces, pero cada vez con un ritmo y estilo distintos. Por ejemplo, la primera versión puede ser rápida y seca, como un tweet; la segunda, detallada y pausada, casi contemplativa; y la tercera, exagerada y caótica, con frases que saltan de un pensamiento a otro.
La gracia es ver cómo el mismo hecho puede sentirse completamente distinto según cómo juegues con las palabras, la cadencia y el tono. Es como poner tu historia bajo un caleidoscopio, misma imagen, mil perspectivas, cada una con su propio ritmo y sabor.
Objetivo: entrenar la flexibilidad de tu estilo y aprender a modular ritmo, tono y cadencia para transmitir distintas emociones o sensaciones con la misma escena.
El metrónomo emocional
Ahora toca convertirse en director de orquesta… pero sin instrumentos, solo con palabras. Escoge una emoción —ira, calma, ansiedad, euforia— y haz que el lector la sienta solo con el ritmo de tus frases, sin decir nunca “estoy enfadado” ni “qué nervioso estoy”. Nada de rótulos, todo se juega en cómo saltan, se estiran o se atropellan las palabras.
Por ejemplo, la ira puede ser un martilleo de frases cortas y explosivas, la calma un paseo de frases largas que se mecen como en hamaca, la ansiedad un tiovivo de frases que no paran, y la euforia… bueno, un carnaval de comas, exclamaciones y saltos inesperados que harían bailar hasta al lector más serio. La magia está en que el lector siente la emoción en el cuerpo, como si tu texto le diera una pequeña descarga eléctrica literaria… y tú solo con tu teclado.
Objetivo: aprender a controlar el tono y la emoción con el ritmo de las frases, para que tus textos hablen al lector sin necesidad de explicaciones aburridas.
Estilo espejo
Nos ponemos unas gafas mágicas que te permiten ver el mundo con los ojos de otro escritor… y luego escribirlo tú. Toma un párrafo propio y reescríbelo imitando el estilo de alguien que admires: Cortázar con sus frases que brincan y giran, Auster con su prosa pausada y reflexiva, Bolaño con su cadencia que parece que va a derrumbarse en cualquier momento.
Ojo: no copies palabras ni frases, solo juega con la cadencia, las pausas y el flujo de la narración. Es como bailar imitando los pasos de alguien, no necesitas ser igual de elegante, pero sí captar el ritmo. Al principio te sentirás raro, como si tu párrafo estuviera usando una máscara de carnaval, pero ese es el punto, sentir cómo el ritmo y la voz cambian la historia, incluso cuando las palabras son las mismas.
Objetivo: entrenar la flexibilidad de tu estilo y la musicalidad de la prosa, aprendiendo a adaptar tu voz al ritmo y cadencia de otros escritores sin perder tu toque personal.
Silencio dramático
Imagina que tus frases son divas de teatro que no salen al escenario sin hacer una pausa dramática antes, porque saben que el silencio también es un espectáculo. Este ejercicio consiste en escribir una escena donde cada frase importante esté precedida por un respiro, un espacio en blanco que le dé peso y expectación.
La gracia es que el lector empiece a temblar pensando: “¿Qué viene ahora? ¿Una confesión, un disparo, una declaración de amor… o que se acabaron las galletas?”.
El truco está en que el silencio prepara el golpe, como la pausa antes del redoble de tambor en un circo, lo que digas después suena el doble de fuerte.
Ejemplo:
Había silencio.
Demasiado silencio.
Luego… un portazo.
Y después, nada otra vez.
Hasta que sonó su voz.
Objetivo: entrenar la tensión, el ritmo pausado y demostrar que lo que no se dice puede ser tan poderoso como lo que se grita.
Ejercicios de imaginación salvaje
Bienvenido al parque de atracciones sin normas de la escritura. Aquí tu cerebro se sube a la montaña rusa sin cinturón, se come un algodón de azúcar que habla y luego se monta en los coches de choque contra ideas que nunca deberían haber existido… pero existen porque las acabas de inventar tú.
Estos ejercicios son el gimnasio para tu imaginación, pero sin pesas y con unicornios haciendo sentadillas. No hay límites, no hay vergüenza y, desde luego, no hay manual de instrucciones, si tu protagonista desayuna planetas en miniatura o tu antagonista es un yogur caducado que quiere venganza, ¡aplausos! Vas por el buen camino.
Aquí la única regla es clara: si parece una locura, súbela de volumen.
La pesadilla burocrática
Un ejercicio con aroma a clásico de la literatura. Imagina que tu personaje no puede enamorarse sin antes presentar el Formulario 27-B, en triplicado, con copia compulsada y sello húmedo. O que, para tener un mal sueño, necesita pasar por ventanilla, pedir turno y rellenar el anexo 14 de “pesadillas con monstruos medianamente peludos”.
El ejercicio consiste en inventar un mundo donde lo más humano y espontáneo —amar, soñar, incluso morir— está atado por la burocracia más absurda y desesperante. ¿Qué pasaría si Cupido fuera un funcionario con gafas bifocales? ¿O si la Muerte tuviera horario de oficina y un archivador lleno de carpetas color sepia?
Objetivo: satirizar lo cotidiano llevándolo al absurdo, entrenando tu creatividad mientras te ríes de esa pesadilla universal llamada… papeleo.
El huésped incómodo
¿Nunca te ha pasado que un pensamiento molesto se te cuela en la cabeza justo cuando menos lo necesitas? Bien, pues en este ejercicio no se queda en tu mente, sino que se levanta del sofá mental, se viste y aparece en tu casa como invitado a cenar. Imagina a la procrastinación tocando el timbre con una pizza familiar bajo el brazo, a la culpa trayendo una botella de vino barato y criticando tu vida, o a la euforia entrando a lo grande con serpentinas y gritando “¡Fiesta!” mientras tú intentas comerte una sopa tranquilo.
El reto es que le des voz, forma y carácter a ese pensamiento. Que tenga tics, que hable demasiado o que se quede en silencio, incómodo. Que choque con tu personaje, lo incomode, lo haga reflexionar o lo vuelva loco.
Objetivo: transformar ideas abstractas en personajes de carne y hueso, para que el drama interior cobre vida y, de paso, tu cena nunca vuelva a ser aburrida.
El azar envenenado
Imagínate abrir el buzón y encontrar un sobre con una dirección escrita a mano. No hay firma, no hay explicación… ni un triste dibujito de corazón. Solo una dirección misteriosa, como si el universo (o un cartero aburrido) hubiera decidido gastarte una broma pesada.
El ejercicio consiste en partir tu historia en dos caminos paralelos:
- En uno, tu personaje se arma de valor (o de estupidez) y va a esa dirección, con todo lo que eso implica: ¿un encuentro romántico? ¿una secta de señoras que hacen ganchillo? ¿un karaoke ilegal? Nadie lo sabe.
- En el otro, decide que no está para tonterías, rompe la nota o la guarda en el cajón… y aún así esa decisión aparentemente “aburrida” cambia su destino.
Objetivo: entrenar la narrativa de decisiones y demostrar que incluso lo más tonto (abrir o no una puerta, seguir o no una pista absurda) puede dar pie a mundos totalmente distintos.
El gesto mínimo
¿Quién dijo que la grandeza siempre viene con explosiones, trompetas y gritos de héroe? En este ejercicio vamos a demostrar que lo épico también se esconde en lo más diminuto. Imagina un campo de batalla, con bombas cayendo y cañones tronando… y tu personaje, en medio del caos, ajustándose la bota como si nada. O esa mujer que, mientras todo se desmorona a su alrededor, se inclina a barrer el umbral con paciencia zen.
El reto es escribir la escena solo a través de esos pequeños gestos, dejando que el lector sienta la tensión, la urgencia o incluso la absurda normalidad del momento sin tener que narrar tiros, gritos o grandes catástrofes.
Objetivo: aprender a transmitir lo épico a través de lo diminuto, mostrar que un simple movimiento puede decir más que mil explosiones… y sacar una sonrisa al lector por la ironía del contraste.
Cerrando el cuaderno
Llegados a este punto, si has sobrevivido a tantos ejercicios sin tirarle el café al teclado, te felicito, ya estás oficialmente en forma literaria. Quizá no para ganar el Nobel (todavía), pero sí para impresionar a tu tía en Navidad cuando pregunte: “¿Y tú qué haces con tanto tiempo libre?”. Con un poco de suerte, tus personajes ya sudan, tus escenarios respiran, y tus diálogos dejaron de sonar como dos calculadoras discutiendo sobre la raíz cuadrada de 144.
Eso sí, aviso, esto no garantiza la gloria, pero sí garantiza coleccionar contradicciones, borradores incomprensibles y carpetas con nombres como “Versión final FINAL DE VERDAD (ahora sí)”. Y oye, peor sería coleccionar figuritas de gnomos fluorescentes.
Y como no me gusta dejar a nadie con las manos vacías (ni con excusas para procrastinar), a continuación encontrarás la lista de libros de creación literaria que prometí al inicio. Considera que son como un postre literario, algunos te endulzan, otros te dan indigestión, pero todos te dejan con ganas de repetir.

- Título: Escribir ficción
- Autor: Gothan Writters Workshop
- Año de publicación: 2012
- Editorial: Alba
- Páginas: 412

- Título: El viaje del escritor
- Autor: Christopher Vogler
- Año de publicación: 1992
- Año de edición: 2020
- Editorial: Ma non Troppo
- Páginas: 448

- Titulo: El arte de la ficción
- Autor: John Gardner
- Año de publicación: 2022
- Páginas: 291

- Título: Curso de escritura creativa
- Autor: Brandon Sanderson
- Año de publicación: 2022
- Editorial: B
- Páginas: 336

- Título: Taller de escritura creativa en 44 desafíos
- Autora: Ana Belén Ramos
- Editorial: Cátedra
- Año de publicación: 2021
- Páginas: 304
