
Lo confieso: últimamente el tiempo me tiene declarada la guerra. Y gana todas las batallas. Entre unas cosas y otras, apenas he podido actualizar Voces de Libros como me gustaría. La sección de poemas —esa que llevo meses soñando con abrir— sigue esperando en un rincón de mi cabeza, tomando café y leyendo a Pessoa, con infinita paciencia.
Así que hoy he decidido hacerle un pequeño homenaje… o una pequeña trampa, según se mire.
Como no quiero que esta web quede tan callada (los libros merecen más ruido del bueno), he rescatado dos poemas y los traigo aquí, a la sección de artículos. Sí, ya sé que no es su sitio oficial. Pero algo es algo. Son versos escritos con ganas, con verdad y, sobre todo, con esa urgencia que a veces tiene el alma por decir lo que siente.
Prometo que la sección de poemas llegará. Mientras tanto, te dejo con estos versos. Ojalá te digan algo. O te susurren algo. O al menos te hagan compañía un rato. Sí, a ti.
Ella y uno.
No es algo que uno espera.
Uno anda por la vida,
con el alma medio rota,
con el amor escondido
vigilando con miedo,
y de pronto ella
una suave brisa con forma de mujer
Y uno no está preparado.
Uno no sabe qué hacer con tanta luz junta,
con tanta dulzura en una sola mirada.
Así que uno hizo
lo que hubiera hecho cualquiera:
mirarla totalmente fascinado.
Mirarla a todas horas
aunque no estuviera cerca.
De hecho, uno la miró con tanta hambre
que se le rompió algo por dentro.
Y como no iba uno a mirarla,
con ese pelo oscuro,
primavera caminando,
sombra limpia
viento cálido.
Su rostro…
uno no lo mira,
lo contempla y lo admira.
Carita de luna antes de la lluvia,
de diosa
que no imagina lo que provoca.
Poema que se escribe solo cada amanecer,
que de tanta belleza
duele un poco al leer
y cuyo último verso es:
“no me mires tanto que me quedo para siempre”.
Y lo que más le impacta a uno:
sus ojitos,
que reflejan una bondad tan honda
que a uno le dan ganas de arrodillarse ante ella
y pedirle perdón por todas las cosas malas del mundo.
Así que de tanto admirar
a uno le pasó eso que no se elige.
Le empezó a doler ella,
le empezó a doler de lejos,
le empezó a doler de cerca.
Desde entonces
uno la sueña,
la inventa,
la lleva a pasear por sus pensamientos
como si uno pudiera cuidarla y hacerla feliz ahí,
donde nadie más llega.
Uno se imagina a sí mismo diciéndole
“quédate”,
mientras le besa el alma.
Murmurándole cosas en la orejita
con palabras que no existen
pero que suenan mucho a “te quiero” y
“aquí estás a salvo, mi niña”.
Uno también la ve descalza
bailando bajo la luna,
o abrazándola por dentro,
o dormida,
con su cabecita en su pecho.
A veces, aparece en la imaginación de uno
correteando por un campo lleno de flores,
riendo con el pelo suelto,
y uno detrás, no para alcanzarla,
sino para asegurarse de que no le falte nada.
Uno también se la imagina en invierno,
en pijama, con calcetines de colores,
tomando chocolate caliente con las manos frías.
Y uno, se acerca a ella
queriéndola tanto
que el frío se rinde.
De hecho,
es tan vívido,
tan nítido y precioso lo que uno sueña,
que ya le parece hasta real.
Y entonces uno se pregunta,
en silencio, mientras todo duerme:
¿Acaso no es también real lo que uno siente,
cuando se imagina abrazado a ella
susurrándole “no sabes cuánto amor cabe en mí
cuando pienso en ti”?
¿Acaso no cuenta este amor de uno,
que inventa lugares donde ella siempre sonríe,
este amor que la abriga sin tocarla,
que la espera sin prisa,
que no la interrumpe nunca?
Uno — pobre uno —
piensa que sí,
ya que desde entonces vive con la certeza
de que algo muy hermoso está pasando…
aunque sólo pase
adentro de uno.
Un buen domingo…porque pienso en ella
Domingo,
las calles vacías de gente
vacías de amor,
las tiendas cerradas,
los supermercados cerrados,
las almas cerradas.
El aire huele a pan recién hecho
y a esa nostálgica tristeza
que solo se hornea los domingos.
Yo camino buscando algo,
no sé el qué,
pero sé que no lo voy a encontrar.
Aunque mis demonios,
esos hijos de perra,
no descansan los domingos.
No, ellos organizan fiestas en mi honor,
ponen música vieja,
me sirven recuerdos en copas sucias,
y se burlan de mí mientras bailan
con las sombras de lo que fui.
Y claro,
mi infancia está invitada a esa fiesta,
se sienta en una esquina,
come tristeza con las manos
y me dice:
¿Te acuerdas cuando creías que el amor
te iba a salvar?
Y todos se ríen,
hasta la vergüenza,
hasta el miedo,
hasta yo.
Como es lógico,
mi adolescencia también asiste.
Se sienta a fumar con la culpa
y se ríen a carcajadas,
recordando la vez que confundí
una caricia con amor,
un mensaje con destino,
un beso con redención.
A última hora,
llega mi madurez,
con su seriedad y su traje hecho jirones.
No viene sola,
viene con desamor,
con frustración,
con facturas, horarios, traiciones, promesas rotas
y una voz que dice:
«Esto es lo que hay, cabrón, haz lo que puedas».
Aunque en esta fiesta
falta alguien
y me alegro de que así sea,
no quiero verla ahí.
Aunque la veo por todos lados,
a todas horas.
Porque ella es mi luz.
Mi esperanza.
Mi poema que aún no me atrevo a escribir.
La única que no sabe
que me sostiene
sin tocarme,
pero no solo este domingo,
donde supuestamente no pasa nada,
sino cada día desde el primer instante
en que la vi.
